La fascinante vida de diez maestros espirituales
Y luego está la música. Dices que empezaste en esto veintiún años después.
No me encontraba demasiado bien. En realidad estaba bastante hecho polvo. Sencillamente no contaba con los recursos internos necesarios para vivir feliz en este mundo, para vivir en paz, para vivir de una manera buena y saludable. No estaba programado para estar contento conmigo mismo, para amarme a mí mismo. Por así decirlo, esa clase de programas no estaban incluidos en este disco duro, así que lo llené con cualquier otra cosa que estuviese a mi alcance.
Entonces, un día de 1994, estaba de pie en la sala de estar de mi apartamento de Nueva York cuando de pronto me sobrevino la comprensión de que si no cantaba con la gente (y me refiero a esas palabras exactas: «si no cantaba con la gente, con la gente») jamás sería capaz de limpiar los rincones oscuros de mi propio corazón. Nunca. Era lo único que podía ayudarme. Había hecho toda clase de cursos de meditación: vipassana, dzogchen, todas esas cosas. Había visitado a maestros de todo tipo, había probado toda clase de cosas, pero aún así, mi morada seguía llena de basura y no tenía las herramientas necesarias para limpiarla y ponerla en orden, hasta aquel día en que reconocí que lo único que podía hacer (y realmente podía hacerlo) era cantar con la gente.
Tenía que ponerme a ello. Me refiero a que, una vez que tienes una certidumbre así, ¿qué otra cosa puedes hacer más que llevarla a cabo? Puedes fingir que no lo sabes, pero lo cierto es que lo sabes. Me tomó un tiempo llevarlo a la práctica, pero finalmente me obligué a mí mismo a ir a The Jivanmukti, en Nueva York. Había conocido a algunas personas de esta comunidad y les pregunté si podía cantar con ellos, a lo que me respondieron que por supuesto que sí. Así que ese fue el inicio. ¡Era —y sigue siendo— cantar para salvar mi propio pellejo! Estoy muy contento de que otras personas se nutran de esto, que les dé fuerza o lo que sea que les aporte, pero para mí no tiene nada que ver con eso. Yo canto por mí, para salvarme a mí mismo. Maharaji se ocupa de todo lo demás. Él es quien trae a la gente, quien se ocupa de las relaciones públicas, quien vende las entradas… Él lo hace todo. Yo solo canto —le canto a él— y entonces, ocurren cosas, pero en esencia canto porque tengo que hacerlo y punto. Es así de simple.
Ahora veo las cosas de otro modo. Dicho con otras palabras, no se trata tanto de «yo» y todas las demás personas. La idea que tengo sobre quién soy en relación con el resto del universo también ha cambiado mucho. Por así decirlo, ahora canto para el corazón, para el corazón único. No es un acto puramente egoísta (en el sentido tradicional de la palabra), pero básicamente canto porque he de hacerlo. Él es quien coge ese viejo armonio oxidado y toca una música hermosa. Y cuando lo deja, es cuando yo me voy a dormir, a comer o a ocuparme del resto de mi vida. Entonces, él vuelve a coger el armonio y ahí estoy de nuevo. Así es como yo lo veo. Es difícil que los demás lo comprendan, pero lo cierto es que todo esto no es más que su bendición, su transmisión. Es él quien lo está haciendo todo. Yo solo soy el títere, y me siento muy feliz de serlo. Muy feliz. No sé cómo conseguí este trabajo, pero estoy muy contento con él.
Una tarde llegué a casa después de estar en la galería y mi novia me dijo que había venido un hombre que se interesó por la vidriera que había en nuestra ventana. Se había percatado de que era una pieza de reciente creación. Le dijo que le gustaría volver en otra ocasión para saludarme, porque él también se dedicaba a hacer vidrieras. Cuando nos conocimos, me dijo: «Me llamo Michael y vivo ahí mismo, a la vuelta de la esquina. También hago vidrieras». Me contó que su casa era como una iglesia. Tenía una planta baja que usaban como lugar de culto los domingos.
Estuvimos charlando un poco y me mostró algunas de sus obras. También hacía unos enormes dibujos al carboncillo en los que representaba diversas escenas de la Biblia. Me parecieron increíbles, así que le propuse incluir una muestra de su trabajo en la exposición. Se mostró conforme, pero no era una idea que le entusiasmara especialmente. Creo que solo lo hizo por complacerme y apoyarme, pero la exposición fue un gran éxito.
Empezamos a vernos con regularidad. Él me hablaba de las experiencias que había tenido gracias a la fe, cosas que a mí me parecían absolutamente milagrosas. No tardé en cogerle un gran cariño. Tenía verdadero deseo de empaparme de todo lo que él compartía conmigo, porque sentía mucha paz en él. Y no me daba la impresión de que estuviese tratando de convertirme, sino que sencillamente compartía su sabiduría conmigo. Durante meses nos estuvimos viendo un par de veces o así por semana. Y entonces, un buen día, un domingo, tuvimos una conversación muy enriquecedora, también sobre Cristo y lo que supone llevar una vida de servicio a Dios. Cuando ya estaba a punto de irse, le hice una petición:
—Michael, la próxima vez que reces, ¿podrías rezar por mí? —Sí, sí, claro… Pero podemos hacerlo juntos ahora mismo —me propuso.
Así que me puse de pie, él colocó su mano sobre mi frente y pronunció una hermosa oración. Cuando terminó, yo también le pedí a Dios:
—Dios, te ruego que me ayudes. Quiero conocerte en mi corazón.
¡Y aquello lo cambió todo! Podría decirse que marcó el inicio de mi vida conociendo realmente a Dios, no como una idea, sino como una experiencia real, viva y directa.
¿Qué edad tenías por entonces?
Eso fue en 1987, dos años después de que disparasen a mi hermana. Tendría unos treinta y tres años.
Esta plegaria se tradujo en una experiencia muy potente. Cuando Michael salió de la casa, yo me quedé como sumergido en un espacio de silencio total y con el sentimiento más hermoso que jamás recordase haber tenido. Cuando se marchó ya eran cerca de las siete de la tarde, pero lo último que quería hacer en ese momento era irme a la cama. Tenía la impresión de que si me quedaba dormido este sentimiento desaparecería. De modo que me quedé despierto hasta tan tarde como pude. Era como si todo mi ser estuviese envuelto en estas cálidas y plácidas aguas espirituales.
Como es lógico, al final acabé quedándome dormido, y a la mañana siguiente, cuando me desperté, vi algo que me pareció absolutamente milagroso. En la cortina había una rendija por la que se filtraba la luz del sol. Parecía una espada que atravesase la habitación, y podía distinguir claramente todas las diminutas partículas de polvo que flotaban en el fino rayo de sol. Me quedé fascinado. Abrí la ventana y fue como si nunca antes hubiera visto el sol, como si jamás lo hubiese sentido sobre mi piel. Todo parecía estar dentro de mí. Salí a caminar y la sensación seguía ahí. Fui al parque y la sensación seguía ahí. Llegué a casa y la sensación seguía ahí… Era una paz muy profunda que desde entonces ya nunca me ha abandonado.
¿Cómo fue tu primer encuentro con Papaji?
C Spainogimos un rickshaw e indicamos que nos llevase a la casa de Papaji. No sabíamos la dirección exacta, pero sí el nombre de la zona: Indira Nagar. El hombre del rickshaw asentía: «Sí, sí». Parecía que nos entendía, así que nos sentamos en su vehículo. Hacía un calor infernal. Entonces, este buen hombre se puso a pedalear por la avenida principal hacia Indira Nagar. Recorrió las calles buscando la casa, pero en realidad no sabíamos la dirección. Estábamos empapados, este pobre hombre sudaba a mares y yo empecé a preocuparme de verdad por él. Recuerdo que de repente le dije: «¡Alto!». Me bajé del rickshaw, miré a mi alrededor y en el poste de la puerta de la casa que teníamos justo en frente había un letrero que decía «Poonja». Era el apellido familiar de Papaji. Levanté la vista y ahí estaba él, acercándose a la verja de la entrada. Yo también caminaba hacia la puerta y ahí nos encontramos, como si Dios lo hubiese planeado todo. ¡Probablemente así fue! Al instante, entré en estado de shock y él empezó a hacerme como «¿Dónde está vuestro equipaje? ¿Dónde estáis alojados?». Yo pensaba «¡Vaya! ¡Acabo de conocer a Dios en persona y se preocupa por mi equipaje!». Así fue como nos conocimos.
¡Qué bueno! ¿Y qué pasó después?
Un par de días más tarde se celebraba el nacimiento de Buda y alguien me dijo que si quería podía ir a casa de Papaji. Eso también me dejó perplejo, porque en los quince años que había pasado con Osho jamás se planteó siquiera la posibilidad de estar con él de una forma tan íntima. Bhagavan se mantenía distante de todos. Cuando llegamos a casa de Papaji había unas diez personas en su salita de estar y él estaba sentado en una pequeña plataforma. Todos charlaban amigablemente y parecía que le conocían muy bien. Puede que algunos hablasen de cuestiones espirituales, pero creo que en general se dedicaban más bien a chismorrear: «¿Ha llegado Fred?», «¿Cuándo se marchan fulanito y menganito?». Esa clase de cotilleos. En el ambiente flotaba una energía muy hermosa. Estar ahí sentado me caló en lo más hondo —Osho siempre había estado lejos de mí, pero ahora, ¡de pronto estaba sentado en la misma habitación que Papaji!—.
Como buen inglés que soy, al rato empecé a pensar: «Bueno, pronto será la hora del almuerzo, así que tal vez deberíamos marcharnos. No nos han invitado a comer». En ese momento Papaji se puso de pie, y al salir de la estancia pasó a mi lado y me puso la mano sobre el hombro. Fue muy hermoso, porque de inmediato tuve la sensación de que me estaba indicando que podía quedarme a comer con ellos. Ese fue el inicio de una profunda conexión.
¿Después se mantuvo esa conexión profunda entre vosotros?
Al principio yo me mostraba muy abierto, me sentía feliz de haberle encontrado, pero después llegó un momento en que me di cuenta de que en realidad estar con él era muy peligroso. Era como meterse en la guarida del león, y tal vez no debería tener tanta prisa, pues podría arrancarme la cabeza de un bocado. Me volví más cauteloso. En aquellos días, para sentarse con él en satsang la gente tenía que escribir una carta con las preguntas que tuviese. Yo le escribí tres preguntas en las primeras tres semanas. En mi primera carta le hablaba sobre una historia de Rabindranath Tagore, el escritor y poeta ganador del Premio Nobel. Trataba de un buscador que encontró la casa de Dios pero prefirió seguir su camino para poder continuar con su estilo de vida de buscador. A Papaji le gustó esta historia, que además le brindó la ocasión de ponerme a prueba y comprobar si mi prioridad era verdaderamente convertirme en alguien que no solo busca la Verdad, sino que la encuentra.
En el ashram de Osho se hablaba mucho de los bloqueos. Muchos de los talleres que se hacían tenían como objetivo eliminar estos bloqueos, estas estructuras mentales. Así que en mi segunda carta le pregunté algo que, a mi modo de ver, denotaba una gran inteligencia: «¿Puedes decirme cómo deshacerme de mis bloqueos?». La respuesta que me dio fue absolutamente brillante. Casi me mata en ese momento, porque me dijo: «¡Enséñame tus bloqueos!». Al instante comprendí que en realidad no tenía ni idea de a qué me estaba refiriendo al preguntarle eso. ¡No había ningún bloqueo! ¿Qué demonios eran esos bloqueos de los que hablaba? Fue un momento muy energético e impactante, como si todos los cimientos de mi edificio se estuviesen tambaleando… Aunque en esa ocasión la estructura no llegó a derrumbarse.
Un tiempo después le hice otra pregunta a Papaji. Esta vez se trataba de algo que había escrito yo mismo, pero él me replicó: «¿Has leído eso en un libro?». En ese momento en el que me puso a prueba, mis ojos se cerraron y se produjo un episodio energético de enorme intensidad. Cuando miré dentro de mí mismo lo único que encontré fue un resplandor blanquecino. No había nada, ningún pensamiento, ningún yo.
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